La temporada de Día de Muertos es una de las más esperadas en todo el año. Y es que es imposible resistirse al color, el sabor, los olores e incluso el clima que acompañan a esta celebración.
Mucho se ha debatido sobre si el origen de esta fiesta es prehispánico o no. Es decir, qué tanto hay de prehispánico y qué tanto de occidental en el Día de Muertos. La verdad es que es una mezcla de ambos. Además, la inquietud que nos genera la muerte es un hecho universal, porque somos seres conscientes de nuestra finitud.
Las culturas prehispánicas sí tenían celebraciones a los muertos. Para ellos la muerte no era un hecho trágico, sino un ciclo: vivir para morir y morir para volver a vivir. En ese sentido el Micailhuitl y el Hueymicailhuitl no eran un fin, sino un comienzo.
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El día de muertos es una de las festividades y tradiciones más emblemáticas de México, es la forma de rendir tributo a los que se nos adelantaron
Época prehispánica
No sabemos exactamente cuándo y cómo inició el ritual a los muertos, lo que sí sabemos es que los aztecas tenían dos fechas importantes: entre julio y agosto hacían ofrendas para los muertos pequeños, es decir, los niños, y en noviembre para los muertos adultos.
Las ofrendas que colocamos ahora no difieren mucho de las que se ofrecían en aquel entonces, ya que los aztecas ofrendaban flores, frutos, mazorcas, bebidas y encendían velas para guiar a los dioses con quienes residían sus difuntos.
Gracias al calendario prehispánico, sabemos que los nahuas tenían, por lo menos, seis celebraciones relacionadas con el culto a los muertos, las dos principales son las que mencionamos anteriormente. Sin embargo, es importante recalcar que cada comunidad tenía sus propios ritos. Entre los toltecas, aztecas, otomíes, mixtecos, mayas, etc. había similitudes, pero también diferencias.
En el México antiguo, el destino de cada alma estaba determinado en función de su forma de muerte. Así, pues, luego del fallecimiento de una persona, los ancianos le vestían con papeles de amate o maguey, le derramaban agua en la cabeza diciéndole: “esto es lo que gozaste en vida” y lo vestían de acuerdo al dios con el que estuviera relacionado su deceso; por ejemplo, en el caso de que la persona hubiera muerto ahogada, le correspondía la vestimenta de Tláloc, dios de la lluvia.
De igual forma, dependiendo de su rango social y de qué tan importante había sido la persona fallecida, le colocaban una piedra preciosa en la boca llamada chalchiuitl.
Además, el cuerpo se incineraba al mismo tiempo que se entonaban cantos lúgubres y las cenizas se depositaban en una olla de barro que después era enterrada, al igual que las pertenencias del difunto.
Cuatro eran los posibles lugares a donde podía ir el espíritu de una persona una vez que moría: los guerreros y las mujeres que morían en su primer parto iban a la Casa del Sol, Tonalcalco o Tonatiuhichan. Si la muerte de una persona estaba relacionada con el agua, le correspondía el Tlalocan, una especie de paraíso donde había plantas, flores y frutos, el hogar de Tláloc. El Mictlán era el sitio adonde iban las personas que morían de forma natural y el Chichihuacuauhco, o “Lugar del Árbol de Leche”, era el sitio destinado para los niños que perecían por cualquier motivo. Los indígenas creían que en tal paraje había un árbol nodriza donde los niños podían seguir alimentándose.
Las almas con destino al Mictlán tenían que viajar durante cuatro años atravesando todo tipo de dificultades antes de llegar ante Mictlantecuhtli, el Señor del Inframundo. Por eso se les equipaba con elementos que pudieran ayudarlos. Entre esas dificultades se encontraban una serpiente, ocho cerros, una zona con vientos tan fuertes que cortaban, ocho desiertos, etc. La última prueba para llegar al descanso eterno era cruzar un río con ayuda de un xoloitzcuintli.
El Micailhuitl y el Hueymicailhuitl
A diferencia de nuestra celebración actual de Día de Muertos, que se celebra, en algunos casos, desde el 28 de octubre hasta el 2 de noviembre, en el México antiguo las celebraciones duraban cuarenta días divididos en dos “veintenas” del antiguo calendario.
En la “veintena” del Micailhuitl, o Micailhuitontli, se conmemoraba a los niños pequeños, por lo que se le conoce como la “fiesta de los pequeños muertos”. Aquí ofrecían cacao, semillas, comida y copal. Los hombre y las mujeres danzaban muy tranquilamente hasta bien entrada la noche, mientras los ancianos bañaban a los niños, los ungían y emplumaban para evitar que murieran.
En el Hueymicaihuitl rememoraban a los muertos adultos, por eso se le llama “fiesta de los muertos grandes” o “la gran fiesta de los muertos”. Esta era una de las principales de todo el año. Los sacerdotes llamados “tlamacazqueh” y la población en general se vestían con sus mejores galas. Durante la conmemoración tenían un ritual muy particular en el que derribaban un madero con un pájaro hecho de masa en la cúspide. También hacían ofrendas circulares con granos de maíz divididas en cuatro campos y bebían mucho “vino de la tierra” conocido como pulque.
En dichas ofrendas circulares también colocaban flores, semillas y frutas, todo de colores similares. Y, como ya mencionamos, la muerte no era el fin, sino el inicio de otra vida más allá de la muerte, con los dioses Ometecuhtli y Omecíhuatl.
Con la llegada de los españoles y la imposición de una nueva religión, surgieron nuevos rituales funerarios. Para empezar, las fechas cambiaron y se adaptaron al calendario litúrgico. Sin embargo, la religión cristiana no logró erradicar por completo las creencias de los indígenas. El Día de Muertos es sólo un ejemplo del sincretismo tan rico y complejo que concilia ambas cosmovisiones.
En esta nueva mezcla que hoy llamamos Día de Muertos, se conserva la creencia de las antiguas civilizaciones mexicanas de que los espíritus o difuntos podían volver del Mictlán a sus hogares para visitar a sus familiares. Y, aunque en esta reunión no se les puede ver, sí se les puede sentir y hacerles compañía. Es interesante cómo, sin importar la clase social y los elementos que se ponga en la ofrenda, el propósito en todos los casos es el mismo: recibir y convivir con los invitados o, como dice el arqueólogo Eduardo Merlo, “conmorir” con ellos.
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